Tengo que reconocer que
de viajar me gusta todo, empezando por la planificación del viaje. Me
entusiasma ese chispazo que suele producirse en tu cabeza cuando se te ocurre
dónde quieres ir. La búsqueda de fechas. El buceo por internet buscando
fórmulas baratas para poder trasladarte (esta vez Ion había encontrado hace más
de dos meses billetes en el TGV, desde Hendaya; un medio de transporte
agradable, rápido y cómodo). Las cosquillas buscando el alojamiento ideal (en
este caso, en la agencia de viajes de El
Corte Inglés porque la excusa era una tarjeta de viaje que Iñaki, Esther,
Félix, Guillermo, Luis, Bea y Felix-in me habían regalado en la fiesta de mi 40
cumpleaños. Amigos que regalan experiencias ¡Lo mejor de la vida!). Hasta me
gusta pensar en qué llevarme en la maleta… Siempre estoy disponible a la hora
de viajar.
El destino no era
original. En París ya habíamos estado un par de veces; pero con un plan
distinto. La primera vez, en 1995, el verano después de casarnos. Estábamos en
medio de San Fermín y decidimos ir a ver a mi amiga Laura que trabajaba
entonces en Eurodisney. Metimos unas cuantas cosas en la maleta y, vestidos de
blanco y rojo nos plantamos en Paris.
A mitad del viaje dos
carteles: “Paris” y “Paris vis”. Ion optó por “Paris vis” y tuvimos un tour
maravilloso por las carreteras comarcales d`Ile de France. Agotador, sobre todo
con la resaca sanferminera a cuestas. Aun nos reímos de la vuelta que dimos.
Una vuelta menor que la vez que en la línea circular del metro de Madrid -36
estaciones- Ion se empeñó en coger para un lado cuando era evidente, incluso
para mí que tengo el sentido de la orientación un poco emborronado, que
debíamos ir al otro lado. Hicimos 30 paradas. En las 10 primeras aun le insistí
en que todavía nos merecía la pena cambiar de dirección. Al bajar, él me dijo:
−¡No te quejarás! Te he hecho un tour por todo Madrid sin que
te lo esperaras…
¿Cómo?...
En aquel primer viaje a
París terminamos en Dîjon porque allí vivían Irene y Stan. Fue un viaje
precioso pero no profundizamos en la esencia de Paris. No hubo tiempo.
La segunda visita la
hicimos con los niños en la Semana Santa del año 2010. Fue un viaje
sencillamente maravilloso: empezamos tres días en Bélgica, viendo Bruselas,
Brujas, Gante… comiendo mejillones y chocolate. Después estuvimos dos días en
Paris y otros tres en Eurodisney. En
Paris les enseñamos lo esencial: el sacre coeur, la torre eiffeil, el arco del
triunfo, el museo del Louvre (menudo recorrido nos hicimos aprovechando que
Irai se había quedado dormido en la silleta), la rue de Belzunce, que a Ion le
hacía mucha ilusión… Uno de los días anduvimos más de veinte km, porque el
metro de Paris está muy mal adaptado para ir con silleta. Aquella vez llegamos
a Eurodisney con los niños completamente acelerados y nosotros pensando en que
iban a tener que recogernos con una carretilla.
Esta vez el concepto de
viaje era completamente diferente. Cuatro días para ver, disfrutar, callejear,
descansar y sumergirnos un poco en esta fantástica ciudad de la mano, sin
niños, como una pareja de novios.
Claro que, como todo el
mundo sabe, para hacer un gran viaje, primero tienes que saltar un millón de
obstáculos: trabajos acumulados, colocación de los niños, preparación de
maletas, catarros de Ion y, como colofón, visita al pediatra con Iruña porque
el día anterior a nuestra salida se hizo un esguince de rodilla jugando al baloncesto y, en la
radiografía le encontraron un huesecillo que, aunque no es nada, tienen que
revisar.
Así que, cuando nos
montamos en el TGV de Hendaya, solo pudimos pensar:
−¡Prueba superada!.
El tren es una maravilla.
El viaje de ida era en primera, en unos butacones en los que echar la siesta,
escribir y leer sin que importe cuanto va a durar del viaje. Llegamos a Paris a
las 18`33. Cogimos el metro en la misma Gare de Montparnasse y fuimos directos
al Hotel Villa Van Gogh. Soy fiel a tripadvisión y consulto las opiniones de otros
antes de reservar un hotel y, algunas veces, incluso un restaurante. Aunque
siempre hay cenizos, en general da una visión bastante completa de lo que nos
vamos a encontrar. El Villa Van Gogh, entre Pigalle y Opera parecía un tres
estrellas francamente interesante en una ciudad donde alojarse es muy caro.
Habíamos elegido la habitación “Elegance” en vez de la standard y, cuando
subimos a dejar las maletas se nos cayó el alma a los pies. Una habitación
oscura, diminuta. Para que uno de los dos pudiera entrar en el baño tenía que
salir el otro… Un desastre. Además, no había mesa libre para ninguna de las
noches en el Bistrot Lorette, al lado del hotel y uno de los sitios más
recomendados en las redes sociales. Empezábamos regular.
Afortunadamente, nos
fuimos a cenar en el café Jean Jacques, en la acera de enfrente y con unos
vinos de pichet y un pastel de lenguado se nos quitó la pena y decidimos que, a
la mañana siguiente, íbamos a pedir cambio de habitación.
Nos la cambiaron para la
hora del desayuno. Y la segunda parecía de otro hotel. Una habitación bonita,
luminosa, con una gran bañera y una cama de sábanas blancas, balcón en la
habitación y también en el baño. ¡Como nos gustó el cambio! Seguramente nos
dieron la primera para que pudiéramos apreciar lo que teníamos. ¡Qué cabrones!
Para el viernes 27 habíamos
planeado un día de visitas obligadas de París, así que empezamos por el Arco
del Triunfo, monumento bélico, imperialista, grandilocuente… La tumba del
soldado desconocido con la llama encendida como una declaración que yo, la
verdad, no entiendo demasiado bien porque no debe estar en mi código genético.
De
allí nos fuimos a Trocadero a hacernos la tradicional foto frente a la torre
Eiffel rodeados de españoles en su viaje de estudios.
Y, de
ahí, paseo por el Sena, otro clásico de la ciudad. En este caso, disfrutamos
porque ya no llovía. Íbamos camino de la estatua de la libertad. ¿Sabías que en
Paris, en la isla de los cisnes hay una estatua de la libertad? Si, es cuatro veces
más pequeña que la de NY, un regalo de la comunidad francesa en EEUU. Se
inauguró en 1889 y, cuando vas la ves de espaldas porque “está saludando a su
hermana americana”.
Después,
comimos unas tapas y unos vinos por
Linois y fuimos a visitar la basílica de Cluny.
Seguimos
hacia Saint Severine, una iglesia muy especial. Y directos a Notre Dame a
encontrar a Quasimodo. Había una de esas luces que te hacen entender que
algunas personas se imbuyan de espiritualidad en las iglesias. Una de esas
visitas que te pueden dejar maravillado.
Al lado comimos y vimos
el Hotel de Ville. Ion, la primera vez que vinimos a Paris, hace 17 años me
dijo:
−He visto una cadena de hoteles en todas las ciudades por las
que hemos pasado que es alucinante: el Hotel de Ville.
No me lo podía creer. Aun
no sé si me lo dijo en broma. Pero nos seguimos riendo cada vez que visitamos
la plaza de algún ayuntamiento francés. Y, sobre todo si es de la
espectacularidad del de Paris.
A la noche, después de
ponernos guapos, en vez de ir directamente a la torre Eiffel, paramos en la
Asamblea Nacional y, desde allí, nos fuimos paseando hacia nuestra cena viendo
el obelisco, el grand palace... Teníamos reservado sitio en el Restaurante Tour
Eiffel 58 y, aunque proponían que se llegara media hora antes llegamos, por su
acaso, a las 8. Entre recoger las entradas para poder subir y hacer la cola,
casi se hacía la hora. El caso es que la cena era a las 9 en la 1ª planta de la
torre Eiffel y allí nos bajamos en el ascensor. Ion quería subir a la segunda y
yo me arrepentí de no haberlo hecho en cuanto salimos del ascensor. Conclusión:
más de 350 escaleras para arriba. Y después, para abajo.
¡Qué gran idea! En el mismo momento que llegamos
arriba dieron las 9 en punto y, en ese mismo momento se encendieron las luces
de la tour Eiffel. El parpadeo de los cientos de bombillas, los flashes de las
cámaras de fotos disparando sin parar en trocadero, el ambiente… Uno momento
inolvidable.
Después,
la cena también fue interesante: floie mi-cuit, belle de gamba, salmón con puré
de zanahorias y salsa holandesa, poulet (suena mejor que pollo, jajaja) con
espárragos verdes y salsa de mora. Surtido de quesos y chocolate de autor. Uno
sale de esa gran estructura metálica con un muy buen sabor de boca. Además, el
camarero me había dicho lo bien que hablaba en francés y eso me había dejado
tan contenta como el mejor de los piropos…
Al llegar a Pigalle,
aprovechamos para tomarnos un gintonic en el Marvais.
A la mañana siguiente
teníamos entradas para ver el centro Pompidou, la exposición de Matisse y el
arte contemporáneo. Una visita que merece la pena, sobre todo, si te gusta
Kandinsky. Y a mí debe gustarme, porque es la forma en la que funciona el
cerebro de Ion…
Por fin compramos la
sudadera de Iruña. Las adolescentes de ahora compiten por tener un mayor número
de sudaderas en las que ponga I love algo. La ventaja es que, así, los padres
no nos rompemos la cabeza, vamos a tiro fijo.
Después cogimos el metro
para ir a la zona de Ópera porque Ion quería comer en le Bistrot Romain, una
cadena de restaurantes de menú muy popular en Francia con menús de diferentes
precios en función de si pides primero y segundo, segundo y postre, bebida
incluída, etc… De ahí, a las galerías Lafallete, más a ver que a comprar, la
verdad; pero la cúpula, el ambiente, el espectáculo, la verdad es que son
dignos de una visita.
Cerramos la tarde, agotados, tomando café en un
Starbucks atestado de gente, paseando alrededor de la ópera, alucinando en la
Plaza Vandome, donde el Ministerio de Justicia convive en el mismo edificio con
tiendas como Chanel, Rolex o Louis Vuiton y acabando el día en la plaza de la
Madeleine y su iglesia de la santa pecadora. Había una misa góspel que apetecía
mucho, pero al final no nos quedamos porque había mucha cola y porque para esas
horas estábamos agotados de la cantidad de tiempo que llevábamos andando por
París.
Y el 29, nuestro último
día completo empezamos la jornada en el muro del “Te quiero”, donde se marcan
311 maneras e idiomas de expresar un sentimiento que mueve el mundo.
De allí a la plaza de la
Bastilla a ver el ángel dorado tratando de escapar. Nosotros buscábamos el
mercado d`Aligre, una propuesta muy interesante. Fuera, puestos de fruta y de
verdura, ruibarbos (no sabía ni siquiera cómo eran, en realidad), fresas (pero
fresas de verdad. Hace poco leí que en Navarra no se comen ya fresas, que todos
comemos fresones. Y creo que es verdad: en el mercado d`Aligre había fresas de
esas que cogíamos cuando éramos niños, con ese olor intenso que ya no recordaba,
tan pequeñas, tan sabrosas... y hay que decir que también tan caras).
Había también
anticuarios. Ion se compró tres libros de cocina francesa de esos que esperas
que pruebe muy pronto en una cena entre amigos. Yo me enamoré de unas copas de
plata para beber licor de los años 40, tan tan maravillosas que desde ahora van
a ser el centro de mi comedor.
Después tomamos el
aperitivo en el Baron Rouge, un bar muy peculiar y especialmente recomendable
con camareros pintorescos de grandes barbas y clientes de una estética progre
un poco trasnochada; muy reconfortante. Tomamos dos sauvingnones con andouille
de Gemené, que es una especie de tripa en embutido y loncheada en forma de flor
con un sabor bastante fuerte y acompañada de pepinillos y pequeñas cebolletas.
Después
de dar muchas vueltas con nuestros libros y nuestras preciosas copas a cuestas,
por fin encontramos la rue de la Bastilla, que no la place o el Boulevard, que
son los conocidos. En la rue de la Bastilla el restaurante Bofinger el
más antiguo de todo París, según señalan las guías. Pero no solo es el más
antiguo y el que tiene una cúpula acristalada más bella. También es la mejor
gastronomía que hemos disfrutado en el viaje. Una auténtica delicia que roza la
perfección. Ostras, langostinos y coquillas, que no es algo difícil de cocinar,
la verdad, pero también hay que tener el estilo de saberlas elegir. De segundo,
tartare de boeuf y choucroute de mer. Sorprendentes los dos platos. Y, aunque
no somos mucho de postres, pedimos la degustación Bofinger: sopa de frutas del
bosque, soufle de moras, creme brûlé y petits de almendras. Maravilloso. Todo
regado con pinot blanc.
Con aquel
buen sabor de boca nos fuimos al nuevo París. Arquitectura increíble del siglo
XXI (propuesta por Mitterand en los años 80, en realidad). El gran arco de la
fraternité, alineado de manera exacta a cuatro Km del Arco del Triunfo. Y más
de cuarenta rascacielos…
En el centro comercial
compramos ropa para los enanos y un bolso de primavera que a mi madre le va a
encantar cuando se lo dé el domingo para celebrar que es el día de la madre. Después,
volvimos a coger el metro para ir al hotel a arreglarnos y salir a celebrar
nuestra última cena en París.
Esta vez elegimos un
pequeño bistrot en Clichy: el bistrot Melrose. Luces doradas, rosas en las
mesas, decoración modernista, copa de champán a la llegada y, de cena, ensalada
capresse, pero con un tomate entero y relleno de queso con crema de olivas
negras. Riñón de vaca a la salsa de carne con cazuelita de puré de patatas y,
de postre, crêpe de grand marnier flambeado, todo regado con un bordeaux
chateau viñas viejas. Un broche de oro soberbio.
Sobre los espectáculos que uno se puede encontrar en
el metro de París mejor hablamos en otra entrada.